Este artículo recoge fragmentos seleccionados del libro Personality-Shaping Through Positive Disintegration de Dabrowski editado en 1967 y reeditado en 2015 por Red Pill Press.
El subrayado es mío, con idea de facilitar la lectura destacando aspectos que considero relevantes.
La realización del ideal religioso exige la renuncia y la negación de nuestra naturaleza impulsiva, introduciendo así en nuestra vida cotidiana una actitud de adaptación al sufrimiento y a la muerte. El amor de Dios dicta el amor al prójimo, el amor a la verdad y la disposición al bien, y viceversa. Cuando se cultiva un ideal religioso o sentimiento religioso que realza el sentimiento de amor se desarrolla gradualmente una atmósfera religiosa adecuada, y, en última instancia, lo lleva a uno, a través de la contemplación, a la unión con el Infinito.
Por tanto, una sana actitud religiosa incluye el sentimiento de humildad y dependencia de Dios, el cual, llenándonos de un sentimiento de poder y elevándonos al nivel de verdaderos seres humanos, nos arma moralmente y nos permite alcanzar la independencia y la libertad tanto de nuestro yo inferior y de ciertas formas de reacciones ambientales. Tal actitud se basa en un sentimiento intuitivo de que el significado de la vida depende de valores superiores y de la integración de nuestras cualidades humanas del más alto valor moral con la jerarquía de esos valores supremos en cuyo pináculo existe la Deidad. Por tanto, la actitud religiosa se entiende como la actitud de cultivar estos valores supremos.
Podemos distinguir varios tipos de actitudes religiosas. Una actitud religiosa surge cuando el hombre se da cuenta de lo pequeño, indefenso e ignorante que es. Tal actitud puede ir acompañada del deseo de realizar un ideal, del deseo de entrar en el mundo suprasensible, en el que se encuentra consuelo, felicidad y conocimiento infinito; pero también puede ser una etiqueta, un nombre, una actitud superficial, la “actitud de consentimiento”, asumida para librarse de un sentimiento desagradable. En este último caso, es una estrategia para dar solución aparente a las dificultades cotidianas; esta es una actitud sin “elaboración interna”, una actitud de simulación.
La fuente de otro tipo de actitud religiosa son las controversias internas: el apego a la vida y la conciencia de la muerte, el sentimiento de amor por nuestros familiares y el sentimiento causado por la amenaza de perderlos o por la pérdida real, la necesidad de sacrificarse y el fuerte instinto de autoconservación, aspiraciones idealistas y fuertes impulsos sexuales. Los conflictos, las rupturas, las inclinaciones suicidas y otros síntomas de desintegración psíquica a menudo se encausan hacia una armonía secundaria cuando uno crea dentro de sí nuevas tendencias lo suficientemente fuertes como para ganar el dominio sobre las otras tendencias. Tal armonización se hace por medio de la transformación gradual, “elaboración interior”, o por medio de la revelación; pero procede, casi siempre, en conexión con una búsqueda de apoyo en la vida religiosa. Existe también una actitud religiosa constitucionalmente condicionada, que no conoce luchas ni dificultades, se caracteriza por una armonía interna, y se basa en la creencia de que la vida mundana debe dedicarse a perfeccionarse internamente, a acercarse al mundo suprasensible, a buscar una comunión con Dios.
Otra actitud religiosa se caracteriza por dar prioridad a los elementos intelectuales. Un individuo dado busca una justificación de sus creencias por pruebas racionales, por experiencias externas y por evidencia histórica suficientemente confiable. Tal actitud generalmente indica que la intensidad de la vida religiosa de uno es leve. También puede señalar la existencia de tendencias contradictorias, como un fuerte anhelo religioso junto con una tendencia no menos fuerte a explicarlo mediante el pensamiento razonado; entonces contiene el germen de trágicos conflictos internos.
La mejor actitud religiosa, en lo que se refiere a la formación de la personalidad, es la que extrae conocimiento de muchas fuentes. Dada esta actitud, la aspiración de entrar en el mundo suprasensible y acercarse a la Deidad se realiza en una persona tanto a través de la tensión emocional y la contemplación como a través de las facultades intelectuales y volitivas que conducen a la realización de los dictados de la personalidad y el ideal social. Tal actitud protege contra el misticismo unilateral, contra el quietismo o el retraimiento excesivo en la vida interior y, por otro lado, contra una actitud unilateral, formalista y dogmática, caracterizada muchas veces por la intolerancia y el desamor; finalmente, lo protege a uno contra una disipación excesiva de la energía mental de uno en el pseudo ascetismo y el trabajo social superficial.
Una actitud religiosa puede, en muchos individuos, no manifestarse externamente; puede ser suprimido consciente o inconscientemente. Puede manifestarse en una esfera que aparentemente no tiene nada que ver con ella, pero su significado para la vida y el desarrollo del hombre es siempre de carácter fundamental. La actitud religiosa consciente constituye uno de los medios más poderosos para salvaguardar a los individuos éticamente elevados contra las crisis en los momentos más difíciles de la vida. También pertenece a las cualidades que posee un individuo de elevada cultura moral.
En cuanto a la cuestión de la actitud religiosa en el desarrollo de figuras históricas, cabe señalar aquí que la inspiración religiosa fue para la mayoría de los artistas y filósofos de genio uno de los más importantes y, a veces, el único factor que condujo a los grandes éxitos que lograron en su trabajo creativo. Incluso entre los eruditos dedicados a las ciencias estrictas observamos a muchos profundamente religiosos o interesados en problemas religiosos, y no sólo desde el punto de vista científico. Parece que la actitud multidimensional en todos los campos de la vida, incluido el trabajo creativo, induce y obliga al hombre a traspasar el alcance de su limitado campo de conocimiento y a explorar lo que no sólo está fuera de él, sino también por encima de él.
Cuando uno adopta la actitud multidimensional, por regla general comienza a comprender y experimentar la vida religiosa y todo lo que conlleva.
La fuerza y la universalidad de la experiencia religiosa muestran que la actitud interna del hombre corresponde a un Ser suprasensible, trascendente como objeto de estas experiencias religiosas y al mismo tiempo constituyendo una condición necesaria para el hecho mismo de la existencia de esta experiencia en nuestra conciencia. Este Ser es un requisito de nuestra estructura psicológica jerárquica, un requisito para su nivel más alto, porque parece más convincente suponer que esta jerarquía alcanza la trascendencia, que dar por sentado que termina en y con nosotros. Además, en la evolución espiritual del hombre, en su desarrollo o mirada universal, la experiencia religiosa constituye un dominio ineludible, y su aceptación es un requisito previo de la multilateralidad de desarrollo y de mirada que acabamos de mencionar. Este hecho manifiesta también –no sólo en el plano intelectual sino también, en cierto modo, en el plano existencial– la existencia objetiva de un objeto trascendental de experiencia religiosa.
Para poder recibir y captar la realidad suprasensible, podemos necesitar órganos y funciones especiales, una especie de «sentido trascendental», que nos permita, a través de la experiencia interna, percibir la realidad del mundo suprasensible.
Puede suponerse con seguridad que este sentido interno, cuya experiencia poseería un poder convincente para el individuo experimentador, surge y se desarrolla en el curso de la realización multidimensional del ideal de la personalidad. En todo caso, el hecho de que entre individuos sanos psíquicamente y culturalmente la vida religiosa acrecienta y enriquece su poder creativo, aumenta el alcance de su interés y su capacidad de devoción y sacrificio, debe llevarnos a una valoración positiva de la experiencia religiosa, además de la cuestión de la existencia real y objetiva del mundo suprasensible.
Los sentimientos de reverencia, inferioridad, culpa y humildad.
Nuestra capacidad de experimentar los sentimientos de veneración y estima es uno de los criterios fundamentales del desarrollo de la personalidad. Sin el sentimiento de una jerarquía de valores por encima de nosotros y sin una actitud emocional de estima por estos valores, no existiría el anhelo de un ideal y, en consecuencia, ninguna acción de dinamismos que permitan discriminar varios niveles dentro de nuestro medio interno.
La capacidad de experimentar el sentimiento de reverencia está por regla general ligada al proceso de desintegración. La percepción del propio entorno interior, la participación de la conciencia y las emociones en la dinámica de las transformaciones internas, el sentimiento del frecuente deambular “arriba y abajo”, asociado a experiencias de debilidad, inestabilidad, quebrantos, dificultades para elevarnos y estabilizarnos.
En un nivel superior, todas estas son causas de distintas experiencias de valores superiores, más o menos personificados y trascendentes; buscamos ayuda y orientación en estos valores y nos unimos a ellos.
La facultad de experimentar el sentimiento de veneración está íntimamente relacionada con la actitud alocéntrica. Los individuos altamente egocéntricos -a nivel de integración primaria, primitiva- no son capaces de experimentar el sentimiento de reverencia; por otro lado, asumen fácilmente la actitud de dominación y tiranía hacia las personas más débiles, y la de miedo y subordinación externa hacia las personas más fuertes.
Distinguimos dos tipos de sentimientos de inferioridad, uno con respecto al entorno externo de un individuo y el otro con respecto a las estructuras jerárquicamente más valoradas de su propio medio interno. Este último tipo de sentimiento de inferioridad consiste en experimentar las propias posibilidades en varios niveles. Tal experiencia suele ir acompañada de conflictos de gran dinamismo y de dificultades para lograr un claro dominio de los valores superiores en el entorno interno y, en consecuencia, también para buscar ayuda y apoyo de aquellos que, en nuestra opinión, se encuentran en un nivel superior de desarrollo. Por supuesto, el sentimiento de inferioridad aparece con respecto a tales personas; sin embargo, no hay envidia en ello, sino más bien un sentimiento de reverencia.
El sentimiento de culpa está íntimamente relacionado con el sentimiento de veneración y el sentimiento de inferioridad; suele surgir cuando uno está insatisfecho con las propias acciones, si resultan contradictorias con el nivel de personalidad que el individuo considera que debería haber alcanzado. Señala cierta desarmonía entre la valoración de las propias tendencias antes y después de que se pongan en marcha, una prospección insuficientemente elaborada, una inadecuada participación de la imaginación en las acciones a las que se enfrenta. Señalando las deficiencias de nuestra propia educación, este sentimiento de culpa a menudo nos hace sentir insatisfechos con nosotros mismos y ansiosos por el nivel de nuestras acciones.
El sentimiento de culpa se desarrolla cuando uno es muy sensible a los mandatos morales. La conciencia de una distancia entre el ideal y los propios logros, del derrumbe constante del nivel que se creía ya construido, puede resultar en un sentimiento de culpa permanente. El sentimiento de culpa se alimenta también de un sentido de responsabilidad -no claramente discernible, ya que es heredado y generalmente asociado a una determinada corriente de educación religiosa- por las malas acciones de toda la humanidad, grupos y familias.
El sentimiento de pecado experimentado por un hombre es el resultado de una desviación más o menos clara de las responsabilidades que le impone un determinado código religioso, social o moral, responsabilidades con respecto a los fines propios o colectivos, o con respecto a los trascendentales valores. El pecado, como experiencia interna, es entonces una ofensa más o menos consciente cometida por un individuo dado en conflicto con los principios aceptados, reconocidos y afirmados por él, y una transgresión de la que su conciencia lo hace responsable.
Por supuesto, el sentimiento de pecado no es una medida por la cual uno puede establecer el alcance del mal hecho. El mal objetivo evaluado por las medidas sociales puede no ser grande o incluso puede no existir en absoluto, pero un hombre puede experimentar su pecado muy profundamente y esa experiencia puede incluso asumir un carácter dramático. Así,
lo significativo aquí no es un juicio externo, sino el contenido del drama que tiene lugar en el medio interno durante el proceso de desintegración.
La exoneración de la culpa sólo puede lograrse mediante la expiación interna y no mediante una sanción puramente externa. El sentimiento de vergüenza que surge después de que uno ha cometido algún acto moralmente cuestionable es una forma algo más débil del sentimiento de pecado, y contiene un fuerte componente de sensibilidad al juicio del entorno. En su aparición, el papel fundamental lo desempeña el sentido de la impropiedad moral y ética de un acto descubierto, mientras que en el surgimiento del sentido del pecado, el elemento principal es el sentimiento de caída y de fracaso en mantenerse a la altura del nivel de desarrollo alcanzado.
La humildad es conciencia de la propia pequeñez y refleja la valoración del propio nivel de desarrollo, considerando todas las propias deficiencias, como los valores cambiantes y fluctuantes de nuestra vida interior, la facilidad para cometer pecados, la fragilidad de nuestro conocimiento y de nuestras fuerzas morales. El sentido de la humildad incluye también el reconocimiento y el respeto de quienes moral e intelectualmente están más cerca de su propio ideal educativo y de los valores trascendentales. El sentido de la humildad refleja la visión multidimensional del mundo, en la que el hombre se da cuenta de la existencia de valores superiores y, al mismo tiempo, evalúa sobriamente su propio nivel y posibilidades de desarrollo.
El indeterminismo de las leyes, necesidades y realidad de nuestro desarrollo espiritual se ve obstaculizado aquí por el sentido determinista de nuestro lado somático, instintivo y material, el sentido que nos asigna un punto definido para evaluarnos a nosotros mismos, un punto desde el cual podemos elevarnos más alto.
Tales cualidades y experiencias, conectadas con los sentimientos y sentidos mencionados anteriormente, son signos de que la personalidad se está desarrollando. Porque este desarrollo no es posible sin experimentar un sentimiento de veneración por la jerarquía de los valores superiores y sin los sentimientos de inferioridad, pecado, culpa y vergüenza.
Estos sentimientos son una señal del primer paso para disminuir el mal, para vencerlo. Por otra parte, la humildad nos permite apreciar el nivel en el que nos encontramos, el camino que nos queda por recorrer y las fuerzas resistentes que tendremos que vencer.
Un fuerte componente cristiano en el desarrollo del sentimiento de humildad se basa, no sólo en las cualidades anteriores, sino también en la conciencia de dependencia de la Sabiduría Trascendental Infinita. La experiencia del sentido de la humildad, tal como se concibe en un marco de referencia cristiano, constituye una fuente de la que brota un sentido de poder cuando actuamos de acuerdo con los mandatos morales y religiosos, y un sentido de debilidad cuando nuestras acciones no están de acuerdo con ellos.
Adaptarse al sufrimiento y a la muerte
Se cree ampliamente que el impulso fundamental y más fuerte de un ser vivo es la tendencia a preservarse a sí mismo y a su especie. Para conservarse como organismo físico se debe evitar en lo posible todos los daños y sufrimientos, conservar el equilibrio psíquico y gozar ampliamente de todos los placeres que no sean perjudiciales para la salud.
El instinto de conservación de la especie se mueve, sin embargo, por otros caminos y, a menudo, es contradictorio con el instinto de autoconservación. Por ejemplo, la fertilidad excesiva y el cuidado excesivo en la crianza de sus hijos conducen a la devastación del organismo de la madre. De ahí que la preservación de la especie requiera sacrificios por parte de un individuo.
También podemos decir que la pulsión generativa paterna introduce un elemento de oposición, de lucha y de limitación respecto de la pulsión de autoconservación. Al oponerse, estas fuerzas, prácticamente en el mismo nivel, participan, entre otros, en formar los núcleos de conflictos de orden superior. Estos conflictos están condicionados por la escisión del instinto de conservación en niveles biológicos y suprabiológicos (anhelo de inmortalidad, necesidad de influir en la sociedad con las propias ideas y concepciones incluso después de la muerte) y por la escisión del instinto generativo en varios niveles (impulso sexual, instinto generativo propiamente dicho e instintos sociales de niveles cada vez más elevados). En el mundo de los valores culturales, el sacrificio juega un papel trascendental. Los mandatos culturales a menudo se cumplen a pesar de las tendencias naturales. El sufrimiento e incluso la muerte pueden, por así decirlo, dar nacimiento a valores superiores; esta es una manifestación de la ley de conservación de la energía, de la ley de la transformación de un valor en otros valores.
Las experiencias duras no siempre disuelven la vida psíquica, a menudo la fortalecen y la mejoran. El ayuno, el ejercicio de autocontrol y el ascetismo crean resistencia, fortalecen la vigilancia moral y aumentan la disposición para entrar en una lucha consciente por el bien de los principios que uno sostiene.
El sufrimiento, si lo experimentamos correctamente, nos hace sensibles al sufrimiento de los demás, despierta en nosotros una nueva conciencia y crea una brecha en nuestra actitud excesivamente egocéntrica hacia el mundo que nos rodea. En general, sin embargo, la reacción al sufrimiento puede variar de un hombre a otro. En algunas personas el sufrimiento evoca la necesidad de proyección exterior, el deseo de desahogar la energía acumulada en forma de venganza o agresión. En otras personas, a medida que crece el sufrimiento, surgen estados de cansancio gradualmente creciente, de ceder al sufrimiento, de resignación y de suspiro de energía. Incluso en otras personas surgen tendencias para remodelarse y para reemplazar las formas de vida destrozadas por otras formas. Esta última reacción es, en la mayoría de los casos, característica de individuos con un sistema fluctuante de tendencias, carentes de estabilidad biopsíquica, con tendencia a la desintegración, y en quienes las necesidades culturales dominan el instinto de autoconservación, que finalmente conduce a una armonización gradual de su vida interior y a un desarrollo de la personalidad.
El sufrimiento y la resignación pueden llevar al surgimiento de una actitud caracterizada por oponer el ideal de la verdad absoluta a la falsedad de las relaciones humanas, y la temporalidad de los lazos afectivos a la permanencia de estos lazos. Cuando se asume tal actitud, la actividad propia en el marco del nuevo sistema de valores no tiene por qué trasladarse necesariamente al mundo de las verdades absolutas o a la esfera de un ideal. Sin embargo,
cuando se posee un carácter activo, preparado y adaptado para la labor reformadora en el mundo real, se puede dedicar a una labor educativa en la que se pueden transmitir progresivamente a un grupo social los valores adquiridos a través del sufrimiento.
Con respecto a la muerte, los individuos con un proceso de desintegración profundamente desarrollado, con un claro ideal de personalidad, con una amplia experiencia de vida, y poseyendo una fuerte tendencia a la retrospección y prospección, se preparan para ella, casi desde la niñez para el mundo de la muerte.
La imaginación, el pensamiento de su propia muerte condiciona a menudo la dirección de su trabajo, de sus actos. Por lo tanto, en las acciones de estos individuos el lugar principal lo ocupan los fines suprasensuales y las aspiraciones a la inmortalidad (fama, grandeza, perfección). Tales hombres suelen ser capaces de actos desinteresados, sacrificiales y heroicos.
Su actitud ante la vida incluye la necesidad de trabajar por un futuro mejor, la tendencia a crear obras imperecederas, eternas; también incluye la creencia de que los vínculos individuales profundamente arraigados durarán más que la muerte; y, finalmente, incluye la búsqueda y realización de bienes culturales perdurables, en los que viene a expresarse el “hombre eterno o universal”.
Al alcanzar el nivel de la personalidad, la actitud del hombre hacia la muerte es, por así decirlo, el resultado de dos actitudes, una racional, objetiva y crítica, y la otra emocional y dramática. El primero considera la muerte como un proceso universal, que afecta al individuo dado como “uno entre muchos”, mientras que el segundo expresa un drama, en el que la negación de la vida biológica se asocia con la necesidad y, a veces, incluso con la necesidad de la vida suprasensible.
Este drama muchas veces da paso a un estado de paz y armonía interna, que se conecta con el Ser suprasensible, a través de la meditación. Una actitud correcta de humildad, que surge de la comprensión de que somos criaturas infinitesimales en este universo sin fin, de la tendencia a asumir una actitud objetiva hacia la realidad, y de la supervivencia de nuestros seres espirituales individuales y un sentido de unión con el Ser Supremo, ayuda a vencer el miedo a nuestra propia muerte y alcanzar la paz mental.
Contemplación y misticismo
La capacidad de contemplación es evidencia de que la personalidad llega a existir. La contemplación es la etapa de desarrollo en la que el hombre pasa de los juicios superficiales, de la actitud de consentimiento, a los sentimientos conscientes y a la elaboración de los principios de la propia acción. Entonces implica un pasaje de la vida sensual a la mental, de las experiencias externas a las internas, de la vida emocional reactiva a la vida emocional más profunda acoplada con el intelecto, y de las experiencias no relacionadas a las experiencias integradas. Pero, sobre todo, es una señal de que un hombre se está armonizando a un nivel superior.
El estado de contemplación implica un nivel de desarrollo en el que un hombre comienza a evaluar su propio comportamiento, a confrontarlo con las exigencias que se le imponen, y en el que ingresa al mundo de los valores superiores, del cual puede obtener inspiración y poder, los cuales son de gran ayuda en la vida.
La contemplación armoniza en nosotros el nivel biológico -en el que se desarrollan la mayor parte de nuestras experiencias cotidianas- con el nivel suprabiológico; alivia el drama de nuestras experiencias al permitirnos renunciar a ciertos valores y tendencias a los que nos hemos aferrado hasta ahora, en favor de otros suprabiológicos. La contemplación es también un signo del paso de una vida meramente activa a una vida en la que la acción se combina con momentos de soledad. La capacidad y necesidad de aislamiento observada entre
la gente normal suele indicar un progreso en el desarrollo de la personalidad.
Las personas que no sienten ninguna necesidad de soledad, o no pueden soportarla, son totalmente extrovertidas y no están preparadas para la transformación psíquica.
Tiene razón Dostoievski cuando dice que la soledad en la esfera psíquica es tan necesaria como la comida para el cuerpo. Además, la capacidad de contemplación y soledad apunta a la independencia espiritual de un individuo.
La necesidad exorbitante de contacto continuo con un grupo puede incluso indicar ciertas enfermedades.
Muchos individuos que padecen estados de ansiedad no son capaces de llevar una vida solitaria; tales individuos, privados de la posibilidad de vivir en grupo, caen en la depresión. También es posible que muchos estados hipomaníacos surjan con una tendencia patológica de fondo a la compensación, causada por la falta de contactos suficientemente frecuentes y satisfactorios con un grupo.
Cuando es practicada por individuos activos, llenos de energía, la contemplación puede evocar estados de elevación, tensión o disposición para los mayores sacrificios. Los estados de elevación de corta duración son experimentados por la mayoría de las personas en ciertas circunstancias excepcionales (por ejemplo, en el momento en que uno se entera de que una persona amada fue salvada de la muerte). Sin embargo, estos estados son de un orden diferente.
La elevación de la que hablamos aquí se basa en conjuntos psíquicos superiores armonizados que se vuelven gradualmente más independientes de las tendencias instintivas. La característica contemplativa de un individuo en desarrollo universal no sólo no interfiere con su capacidad para el trabajo social activo sino que, al contrario, la mejora y la purifica de elementos superficiales, de tendencias impulsivas, hace al hombre capaz de evaluarse a sí mismo críticamente, le facilita el conocimiento de su propia personalidad y le ayuda a proyectar claramente el camino hacia un nivel cada vez más alto de individualidad.
El término misticismo deriva de Dionisio el Areopagita y denota una especie de unión del alma del hombre con el Ser Supremo. Esto no es solo un tipo de cognición sino también un tipo de coexistencia, de vivir juntos.
Un místico alcanza el grado supremo de tal cognición y coexistencia en los estados de éxtasis invocados por un completo desapego del mundo exterior. Pero el misticismo no se limita solo al éxtasis. El místico transpone sus experiencias extáticas a la vida cotidiana y la moldea de acuerdo con el conocimiento alcanzado. Lo hace mejorando constantemente a sí mismo, llevando una vida ascética y ayudando a otras personas. Los estados de éxtasis cada vez más frecuentes y más profundos llenan al hombre de una energía cada vez mayor, lo que le permite ganar un control cada vez más fuerte sobre su naturaleza instintiva.