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by Luis Manuel Martínez Domínguez / septiembre 10, 2021

La madurez emocional de los padres ante la sensibilidad de los hijos

Suele resultar gratificante para los padres educar niños altamente sensibles. Suelen traen paz, armonía, creatividad, iniciativa, motivación. Es cierto que la sensibilidad en algunos casos los hace altamente irritable, pero en este artículo no nos centraremos en esas situaciones. Podría pensarse que es fácil educar en las condiciones de la…

Suele resultar gratificante para los padres educar niños altamente sensibles. Suelen traen paz, armonía, creatividad, iniciativa, motivación. Es cierto que la sensibilidad en algunos casos los hace altamente irritable, pero en este artículo no nos centraremos en esas situaciones.

Podría pensarse que es fácil educar en las condiciones de la alta sensibilidad pacífica, sin embargo, nuestra sociedad no dispone a los padres para respetar el crecimiento sensible de sus hijos.

Muchos de estos niños con alta sensibilidad han sido catalogados por sus padres como «un respiro», «una bendición»«lo que necesitaba en aquel momento», y recuerdan la crianza de estos hijos como uno de los momentos más felices de sus vidas.

Ciertamente, es algo comprensible y estupendo, y tendría que ser un sentimiento generalizado en todos los padres, independientemente de la sensibilidad del niño, pero detrás de algunas de estas ideas, es posible que haya padres algo abrumados por pensamientos, sentimientos negativos, infinidad de cargas, «peleas» con otros hijos, dificultades en el matrimonio, problemas en el trabajo, y este niño… Este niño ha sido un alivio

Nacemos para desplegar nuestro rollo

Pongamos una analogía, imaginemos que hemos quemado con un amigo y estamos deseando contarle nuestro «rollo», queremos que nos escuche, pero al llegar, ves a tu amigo hundido: -tío, qué te ha pasado… Y te cuenta que le ha dejado su novia. En ese momento, «tu rollo» pasa a un segundo plano, y ya habrá tiempo de contárselo. Así, es como, más o menos ocurre con los niños altamente sensibles que se encuentran con padres emocionalmente inmaduros.

El niño aparca «su rollo», rollo que es su vida, y se vuelca en aprende a contentar y a consolar a los demás, a vivir para que los demás desplieguen su rollo. El niño aprende, por su intuición e intensidad, que en eso consiste vivir, pero en su corazón, su rollo le sigue pidiendo salir.

Sin duda, esos niños son ideales para que otros encuentren una oportunidad de desplegarse, pero para que estos niños puedan vivir ese talento, primero han de desplegar su propio rollo o no sabrán cómo gestionar los rollos de los demás, sin verse afectados negativamente y abrumados por tanto rollo.

Todo niño necesita tiempo para madurar, y en particular, los niños con alta sensibilidad e intensidad creativa.

Es importante proteger a estos niños para que se fortalezcan y puedan ser muy felices haciendo felices a los demás con ese poder que ha florecido en su corazón: pero tiene que florecer si no, se ahogará como una hoguera que no ha terminado de prender. Esto requiere respetar el encendido de fuego, la infancia del niño.

Los padres son quienes están llamados a satisfacer las necesidades de los hijos, y no al revés.

Podría alguien pensar que los hijos están para satisfacer necesidades de los padres, pero, si miramos el misterio de la vida con algo de objetividad, se puede apreciar, que los bebés son los seres que necesitan y los padres, los seres que satisfacen esas necesidades, principalmente, y no al revés.

Eso no quita que se dé una reciprocidad; por lo general, los padres viven agradecidos por la maravilla de sus hijos, pero no deja de ser un regalo, mientras que, lo que los padres deben dar a sus hijos no es un regalo, sino una obligación: un deber de justicia, un derecho fundamental que tiene todo ser humano. Ser cuidado y ayudado a crecer.

He escrito en revistas y editoriales de educación familiar y, los editores te sugieren que no escribas de modo que los padres puedan sentirse ofendidos, amenazados o culpables, a fin de cuentas, son los clientes. Pero aquí no soy un vendedor de ideas bonitas o políticamente correctas, sino un científico-educador, que trata de llegar al fondo de muchos de los retos de la educación actual.

Mi objetivo no es culpabilizar a nadie, y si fuera el caso, tendría que empezar por mí, primero; después de decenas de años como educador, la lista de mis errores en muy grande. No se trata de culpabilizar, sino de reconocer posibles fallos y aprender. Seguro que no era la intención hacer daño, y posiblemente no haya nada de culpa porque han sido actos inocentes, no conscientes, fruto tal vez, de la propia vulnerabilidad o inexperiencia de la vida, y esto puede provocar algún sentimiento incómodo a quien los identifica en su pasado.

No se trata de culpabilizar, sino de aceptar el pasado y sacarlo de la mochila existencial, porque es un lastre. Aprender, perdonar y perdonarse, y aunque suene paradójico, agradecer. Eso lo que se puede hacer ahora y la consecuencia es de paz y alegría, a pesar de los pesares.

Con esta advertencia, espero evitar el sentimiento egocéntrico de sentirse culpable, de sentirse víctima, de culpar o victimizar. Es necesario que leamos con madurez y humildad intelectual, como una oportunidad para acercarnos a nuestra verdad interior, y dejar entrar nuevas ideas que nos ayuden a sanar y crecer.

Por otro lado, a pesar de los errores, o gracias a ellos, incluso, los hijos han ido creciendo, conociéndose a sí mismos, sanando sus heridas, fortaleciéndose ante la vida y viviendo de forma próspera y creativa, por lo que, no tiene sentido juzgar nada a «toro pasado».

Los errores de nuestros padres han sido uno de los recursos educativos más maravillosos que nos han permitido crecer en dimensiones que tal vez, una «educación perfecta» nunca nos hubiera permitido experimentar.

Creo que la actitud justa de los hijos ante los errores inconscientes de sus padres, debe ser la de un profundo agradecimiento. No solo nos educaron, a pesar de sus errores, sino gracias también a sus errores.

El objetivo, por tanto, es analizar las cosas tal y como son, aunque duelan, para aceptarlas, aprender, liberarnos, superarlas, y ayudar a las nuevas generaciones de padres y maestros, que se enfrentan a nuevos retos, que sepan superarlos con sabiduría.

Pienso que es la hora de los pedagogos incómodos, que dicen lo que piensan.

Los gurús populistas que dicen lo que quieren escuchar los padres y maestros tienen su momento también, pues es conveniente que nadie tenga sentimiento de culpabilidad, que nadie se hunda ante el peso inmenso de la educación, pero espero que se entienda; lo que no vale es engañarse poniéndose «tiritas en la conciencia», como diría una de mis maestras.

Educar niños sensibles, requiere padres con salud emocional

Todos los niños se desarrollan mejor con padres emocionalmente sanos, eso es obvio, pero los niños más sensibles se ven infinitamente más afectados cuando esta salud no está presente.

Los padres con carencias afectivas suelen encontrar en sus hijos sensibles la compensación a sus desgracias emocionales, y la vivencia puede resultar aparentemente satisfactoria.

Puede parecer que el niño recibe muchísimo amor, y probablemente sea así, pero el niño está adoptando una misión que no le corresponde y le desvía de su sano crecimiento emocional.

No es que los padres sean malvados, abusivos o explotadores, sencillamente tienen necesidades afectivas y sin casi darse cuenta, las están paliando con lo que les da su hijo.

Con la fuerza emocional que les da su propio hijo, estos padres pueden devolver a su hijo cierta protección emocional pero no toda la necesaria para garantizar un apego seguro.

El niño hace intuitivamente de soporte de su madre o padre, para que ésta o éste, estén en condiciones de proporcionarle la seguridad emocional que requiere.

Incluso, puede ser que la mamá sea el soporte emocional del papá, y ella encuentra su soporte en su hijo quien no encuentra la proximidad de su padre; ¿puedes imaginar el peso emocional que supone esta disfuncionalidad? Es como hacer del niño un «culturista de las emociones» sin la conveniente maduración de sus «músculos», de sus emociones y pensamientos.

A este fenómeno, cada vez más habitual, por la abundancia de disfuncionalidad familiar-emocional en nuestra sociedad, se le conoce como parentificación del niño, que se espera que satisfaga las necesidades emocionales de uno o ambos padres.

Es posible que el niño lo haga sin apariencia de daño, pero la mente del niño todavía no está madura para soportar tanto peso emocional.

Será de esperar que se produzcan malformaciones afectivas, que quizás no sean perceptibles, por los abundantes recursos emocionales con que cuenta el menor.

Si es el mayor, podría suceder que esta parentificación se haga extensible a sus hermanos, adoptando el rol de seudo-padre, con el consiguiente desajuste.

O puede suceder, que en ese contexto de miseria emocional, los hermanos menores sean vistos como competidores de la escasa dotación emocional de sus padres, lo que puede llevar a diversos desajustes en las relaciones emocionales entre hermanos.

Y no digamos nada, si el que nace después, es el hijo sensible, que es el consuelo de esa madre o padre emocionalmente necesitado.

Los celos del mayor serían de lo más comprensible, y se podría pensar si, ¿en realidad son celos o es una reclamación natural de los justos derechos: «de qué vas mamá, yo también soy tu hijo, aunque no mole tanto».

El niño sensible, en esta situación no es que haga de padre , sino que tiene que hacer de siervo de su hermano para que se sienta «respetado» al menos como tirano emocional por su hermano plebeyo.

Y así, el niño sensible logra tener satisfechos a su madre y a su hermano. Parece que todo funciona, pero no está desplegando «su rollo», y mientras no lo haga, no podrá madurar su sensibilidad y la vida le resultará abrumadora.

El juego como incubadora afectiva

Los padres deben dejar que su hijo sensible juegue, de forma solitaria y creativa, dejándole a sus anchas. No está perdiendo el tiempo. Y no vale autoengañarse robándole su tiempo de juego, para decir que su hijo necesita estar con su padre o con su madre… Bien, si es eso y no al revés.

Una forma práctica de saberlo es si estás dispuesto a jugar con tu hijo a lo que quiere jugar tu hijo, o quieres que tu hijo se ajuste a tu plan, cosa que hará seguro de buen grado, al menos sabrá darte esa impresión.

El niño tiende a desarrollarse y el afecto, que tiene a flor de piel por su sensibilidad, busca salir. Pero el mundo se le presenta como una selva de emociones y tiene que aprender, por acierto y error, mediante incursiones en solitario, aunque esté siempre muy acompañado. El hecho es que esta vivencia da mucho miedo. Ser explorador de la selva, sin linterna, sin machete, sin guía, sin mapa, sin brújula.

La propia aventura hace que el niño desarrolle sus propios recursos pero estarán llenos de «aprendizajes colaterales» que merman su seguridad, su confianza, su valentía, y mientras no desaprenda, cualquier acción de lo más común la vivirá con la hipervigilancia del explorador.

En esta situación, el juego se convierte en una incubadora emocional en la que trata de entrenar y madurar los afectos y recursos para la exploración existencial.

Un problema que también se presenta con frecuencia, es la saturación de actividades extraescolares. A veces no queda más remedio, pero en otras «pensando en el futuro del niño», se deja al niño en ayuno lúdico en el presente. Imagina a esos niños desnutridos en el cuerpo, pues así se van quedando en su corazón, los niños sensibles que están parentificado y encima no pueden jugar.

No estoy diciendo que las actividades extraescolares sean malas, es solo un ejemplo. Lo que digo es que el niño necesita jugar y eso no es negociable.

Si un niño en estas circunstancias me dice que tiene dificultades en el aprendizaje, será lo mínimo que pueda decirse.

Ante esas dificultades en el aprendizaje, los expertos pueden aplicar sus moldes clínicos y verán a cual se ajusta más: autismo, asperger, TDAH, dislexia, trastorno de ansiedad, depresión infantil…

Da igual, los padres podrán pasearse por todos los gabinetes del país y ver cómo cada uno le da un diagnóstico diferente y siempre esperanzador, pero no están llegando a la raíz del problema, en este caso: no han captado el auténtico motivo de las dificultades que está encontrando su hijo.

El niño lo que necesita, no es una etiqueta y su correspondiente tratamiento, lo que necesita es educación sensible y juego en vena.

Otro grave problema, es el de los seudojuegos de pantalla. El niño que no pudiendo jugar encuentra en las pantallas su narcótico. Ese niño está perdido, pues en lugar de sanarse con el juego, está drogando su corazón con entretenimientos dopaminérgicos.

Esos niños, al llegar a su mayoría de edad, seguirán siendo altamente sensibles pero están narcotizados afectivamente por emotivismo, sensacionalismo, vanidades… Los ves y dices: «¿pero me estás diciendo que este joven superficial, egoísta, frívolo e incluso violento, es altamente sensible? ¡¡Pero qué me estás contando!!»

Las personas no somos lo que somos ahora: somos lo que hemos sido, lo que somos y lo que seremos, y cuanto antes se ponga sobre la mesa de operaciones lo que hemos sido, antes se podrá sanar lo que somos y mejor florecerá lo que seremos.

Pero sigamos con el niño que puede jugar y juega

Ese niño que pudo alimentar su corazón con el juego está grande por dentro pero ha aprendido a necesitar «jugar al valor» para vivenciar su valor. Unos padres que proporcionan un apego seguro llevan a que el niño aprenda que es valioso por sí mismo; no necesita estar demostrándolo constantemente.

Sin embargo, cuando este aprendizaje no lo tuvo el niño, vive como en una necesidad constante de mostrar que es valioso y necesita ser un héroe.

Es bonito querer ser un héroe como tendencia de querer ayudar a los demás y a la justicia. Pero ya no es tan bueno, al menos es disfuncional, si la necesidad de ser un héroe es por la necesidad de sentirse valioso: es decir, hacer depender la propia valía personal de los propios logros en la vida.

Es bueno querer ayudar, servir, ser queridos, el problema es cuando se convierte en una necesidad existencial y sobre todo, el adulto queda colapsado si percibe que alguien no se siente satisfecho de su servicio.

Estas personas vivirán utilizadas por otras hasta que no descubran que su valor no depende de lo que digan los demás de él, sino que su valor es el que es, un valor infinito, y no tienen que esperar que todo el mundo lo reconozca en todo momento.

Los padres inmaduros no descubren a sus hijos sino después de mayores, y algunos ni eso.

Estos padres podrán pensar toda su vida que sus hijos son una punta de Iceberg que flota como una tabla sobre el mar. Quizás se sientan orgullosos de sus logros, pero no tanto por el hijo, sino por sentirse el padre o la madre de ese hijo. Para esos padres no son los éxitos de «Vanesa», sino los éxitos de «mi hija».

Pero sigamos en la infancia. El niño sensible lo que querría en su más profunda empatía, es poder recriminar a sus padres: «¡¿qué estáis haciendo?!». No lo entiende. Sería muy sencillo pero sus padres no hacen lo sencillo. Sin embargo, el niño no es capaz de enfadarse con sus padres: no puede.

A menudo, los padres no pretenden ser abusivos o negligentes, sino que se ven retenidos por heridas o dificultades en sus propias vidas, pasadas o presentes. Esto lo descubre el hijo sensible ya de adulto, cuando logra sanarse, si logra sanarse.

El niño sensible sostiene a la familia pero es un niño y no puede, por lo que su estado natural será el de huir. «Amor que huye», así definía Agustín de Hipona al miedo. Atentos porque esto es uno de los aprendizajes más tremendos que una persona sensible tendrá que sanar: descubrir que el amor es «amor que abraza» y no «amor que huye».

El niño tendrá que desaprender el miedo al amor, pero eso será en otro artículo, aquí tenemos que centrarnos en cómo disponer a los padres para ayudar a ese niño.

Ya de adulto, este niño tendrá un sentido de responsabilidad hiperdesarrollado en las relaciones. Puede mantener patrones de liderazgo emocional hacia los compañeros más vulnerables. Es posible que su vida sea la de un «Robin Hood»: arriesgarse para darlo a los demás, no poder decir que no, siempre querer rescatar a otros de su dolor.

Su propia actitud, al no saber proteger su intimidad (intimidad que no se ha dejado madurar en su momento), se convierte en un imán de amistades o parejas que toman más que dar. A la larga, esta forma de gestionar todas sus relaciones provoca agotamiento emocional, y el deseo de encerrarse por completo.

No des carta de normalidad a ser un padre ausente: lucha por no serlo

Es común la ausencia del padre, ya sea por abandono, separación, divorcio o simplemente, por una dedicación sin límites al trabajo. Esta situación afecta al niño sensible pero también afecta a la madre. Ambos están siendo defraudados por el padre.

Parece normal ser padre ausente, es algo que está normalizado en nuestros días, sin embargo, tendría que ser públicamente vergonzoso«Si eres padre, no tienes derecho a ausentarte». Ciertamente pueden existir motivos, y eso hace que ya no seas un padre ausente en el corazón del niño. El niño va aprendiendo cuando es un motivo y cuando es una excusa.

Pienso que crear esta sensibilidad social hacia la dedicación del padre a su familia, es tarea de todos y de modo particular, una responsabilidad social de las empresas y un desvelo de las administraciones públicas.

No vale decir que «estoy ausente por dinero para mis hijos», sería como vender el coche para comprar la gasolina… Tendrá que conseguir el dinero, pero también tendrá que conseguir estar presente en el hijo.

Si además de verse con padre ausente, el niño se ve en la obligación de apoyar emocionalmente a su madre, éste puede quedar abrumado doblemente por la situación. Como se ha dicho, aprende rápido y puede que no se note, pero esa madre debe ser consciente de que eso puede estar pasando. ¿Y qué puede hacer? tratar a su hijo como su madre, nunca como una amiga, como una hermana, como un padre, o como un entretenimiento emocional…

Todo niño tiene derecho a una infancia sin preocupaciones de adultos y la parentificación sobrepasa los límites de lo que se puede pedir a un niño, aunque en realidad no se le pida conscientemente, el hecho es que el niño es lo que vive.

«Ya lo ha superado»

Si tu hijo sensible ha vivido la separación de sus padres, no digas a la ligera, «ya lo ha superado», porque lo ves y en su día a día tiene apariencia de normalidad. Tu hijo es una esponja de emociones negativas y sabe que lo mejor que puede hacer por vosotros es transmitiros paz, que os sintáis tranquilos, sin generar culpa.

Pero en cada momento de su vida, el niño tendrá que ir recomponiendo la situación de forma acorde a su maduración. Cada etapa tiene su superación y su reto en relación a esa vivencia del pasado.

Este niño necesitará mucho diálogo con sus padres, necesitará ser escuchado y captar que sus padres no están resentidos, que se perdonan, que se respetan, que hablan bien el uno del otro, que en su nueva vida son consecuentes con su propia conciencia.

Los niños sensibles sufren cuando ven cómo sus padres tratan de engañarse a sí mismos. Cuando por vanidad o egoísmo, trata de argumentar contra la propia conciencia, entre gestos de «alegría», el niño sensible siente un desgarrón por lo falso que está siendo su padre. «Papá haz lo que quieras pero no me lo cuentes, no me pidas que te aplauda».

El niño, que está desarrollando su empatía con gran rapidez, capta que no está siendo capaz de colmar a su madre, ni a su padre, ni a sí mismo; la sensación crónica de que se están quedando cortos pesa como una losa.

El niño que tendría que estar jugando, se dedica a la misión imposible de curar a sus padres de su dolor emocional.

Y no solo en caso de divorcio. Esto es aplicable para cualquier situación de «falso-nosotros» matrimonial o familiar: estados depresivos, peleas egocéntricas, mentiras, machismo intrafamiliar, todo puede llevarle a pensar que en cierto modo, es culpa suya.

Se siente culpable, no porque se considere el causante o el motivo del problema, sino porque, en su sensibilidad, considerada que no ha sido el motivo que lo evitara.

En conclusión

Todos los niños tienen necesidades emocionales y tienen derecho a recibir todo el alimento de cuerpo, mente y espíritu.

Salta a la vista cuando a los niños no se les atienden en sus necesidades físicas pero las necesidades emocionales y existenciales, pueden quedar en oculto, precisamente, detrás de una vida muy satisfactoria materialmente.

Cuando arrestan a un delincuente, los policías le leen sus derechos: «tiene derecho a permanecer en silencio…». Cuando nacemos tendría que pasar algo parecido.

Según salimos de mamá, nos tendrían que decir: «tiene derecho a la seguridad, a estar protegidos, a recibir amor y atención, tiene derecho a obrar en conciencia, a ser como tiende por su temperamento. Tiene derecho a ser juguetón. Tiene derecho a que sus necesidades sean escuchadas y reconocidas, y a tener un seguimiento, unos límites y una orientación adecuadas a su potencial de desarrollo. Y lo más importante, tiene derecho a desplegar su originalidad. Cualquier intento por autodañarse o dañar a otro, será atendido educativamente para sanar la situación».

Parece una estupidez, pero los niños sensibles viven con tanta intensidad hacia los demás y sus mundos, exterior e interior, que no caen en la cuenta de que tienen derechos y que deben defenderlos, por el bien de todos.

No renuncian a sí mismos, pero todo su potencial, lo ponen en responder a las necesidades que se le presentan de inmediato, cuando en realidad, tendrían que estar poniendo todo su potencial, al servicio del crecimiento infantil.

Así, los padres que quieren que sus hijos sensibles pongan todo su potencial al servicio de su crecimiento infantil, deben:

  • Trabajar su propia salud emocional. Trabajarse por dentro. Luchar por sanar su relación de pareja y hacerla cada día más fructífera. Sacar de sí todos sus miedos, sus frustraciones, sus resentimientos. Los padres deben ser humildes y aceptar sus propias heridas y sanarse, para así ayudar a tu hijo sensible, de verdad, a crecer sano.
  • Dejar jugar a su hijo sensible. Fundamentalmente, deben dejarle hacer. El niño no necesita aprender a jugar: ya sabe jugar y sabe a lo que quiere jugar. Quizás se le puedan poner unas reglas familiares que le aporten seguridad: tiempos para otras tareas, lugares preferentes para el juego, dejar las cosas en su sitio, recoger los juguetes… Pero déjale jugar a su aire.
  • No soslayar sus miedos. El niño sensible e imaginativo tiene muchos miedos. Los padres deben descubrirlos y ayudarle a afrontarlos con simpatía pero sin burla, con creatividad pero sin fantasía. Estos niños necesitan la seguridad de los padres: «el miedo llamó a la puerta pero abrió el amor y ya no había nadie».
  • Estar presentes en el corazón del niño. Evitar al niño el sentimiento de ausencia de sus padres. El niño necesita sentirse arropado por sus padres, por cada uno en particular. No se trata de estar a todas horas con los hijos, sino que los hijos tengan a todas horas, la sensación en su corazón de que sus padres están velando por ellos.
  • Amar al niño de forma incondicional. Evitar todo apego desordenado de la madre o el padre que buscan, inconscientemente, un desahogo emocional en su hijo. Deben actuar como lo que son: madre, padre, y a la larga, eso les resultará infinitamente más desahogante emocionalmente, a pasar de los pesares.

Esto no son más que pinceladas, pero muestran un boceto del cambio de actitud al que deben aspirar los padres de hijos sensibles.

Al menos, espero que haya quedado claro que no se trata de «algo que hay que arreglar en el niño», sino que es algo que se debe sanar en la relación, comenzando por el interior de los padres, en particular, su conciencia.

Vale la pena, que cada padre caiga en la cuenta de cuál es el cambio que se debe dar en su interior para estar en disposición de acompañar a sus hijos en el cambio hacia la maduración sana y sencilla.

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