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by Luis Manuel Martínez Domínguez / enero 10, 2022

La apoteosis como fin último de la vida y de la educación

¿Cuál es la esencia de la autorrealización máxima a la que puede aspirar una persona? Para sintetizar la respuesta, se tomará el concepto “apoteosis” del griego apothéōsis “deificación”, “divinización”, “endiosar”[2]. En el mundo clásico, héroes o emperadores, eran elevados a la dignidad de dioses por sus triunfos. La apoteosis debe…

¿Cuál es la esencia de la autorrealización máxima a la que puede aspirar una persona? Para sintetizar la respuesta, se tomará el concepto “apoteosis” del griego apothéōsis “deificación”, “divinización”, “endiosar”[2].

En el mundo clásico, héroes o emperadores, eran elevados a la dignidad de dioses por sus triunfos. La apoteosis debe entenderse como es la máxima expresión de la dignidad personal[3]. Los seres humanos que aspiran a esta máxima dignidad moral anhelan triunfar en la vida, y según sea la cosmovisión del sujeto, ese triunfo podrá ser de un modo u otro. Desde el enfoque hedónico, lo que se podría buscar son experiencias corporalmente apoteósicas. Desde el enfoque autárquico, un ejemplo podría ser el éxito en los negocios y desde el enfoque trascendente, el martirio sería un claro ejemplo.

Triunfar podría entenderse como un vencer a otros, sin embargo, esa no sería el triunfo apoteósico.

Lo apoteósico no es vencer-a sino vencer-con.

Con-vencer es vencer todos. Cuando alguien está equivocado y se le convence, no es que se le imponga otra opinión, sino que se le propone y el sujeto abierto, cae en la cuenta de su error, se convence y sale ganando: ahora tiene en propiedad una certeza, cuando antes tenía un error. Esto es un logro personal y si la persona es humilde, produce alegría y aumenta su dignidad: “rectificar es de sabios”. Para un egocéntrico inmaduro, tratar de convencer es arrogancia y dejarse convencer en humillación.

La apoteosis supone “estar en la gloria”, disfrutando del máximo bien, al que cada cual aspirará según su prioridad vital en conciencia; la prioridad de corazón. Desde la prioridad que cada cual capta en conciencia y que alberga en lo más profundo de su corazón, uno responde a la pregunta: ¿Qué bien puede realmente satisfacer mi máximo anhelo de felicidad? La respuesta no es inmediata sino vivencial y se confirma en la experiencia de culminación, pero se desmiente de forma frustrante si la vivencia no resulta apoteósica.

Sea como fuere, lo que se espera de la apoteosis es el estado de máxima felicidad que anhela la persona. A esta felicidad se le llama “entusiasmo”; que proviene del griego y se compone de tres palabras: “en”, “theou” y “asthma”, que juntas significan “soplo interior de Dios”, “rapto divino” o “Dios en el interior”.  

El entusiasmo de la apoteosis consiste en conformarse con “dios”. Conformarse con menos, es renunciar a lo apoteósico y buscar alegrías más fáciles pero epidérmicas ya no sería entusiasmo sino “euforias”.

Se podría decir que apostar por las euforias es vivir de alegrías de menos calidad, pero en más cantidad, mientras que vivir de entusiasmos supone alegrías de más calidad, pero en menos cantidad. Pues bien, lo apoteósico es vivir con la máxima cantidad de alegría de la máxima calidad.

Conformarse con “dios” es independiente de la creencia o no, en un Dios como “ser supremo creador del mundo”

Lo interesante de usar “dios” como “lo más”, es que permite abarcar la cosmovisión tanto de ateos como teístas, en su plenitud y así entenderse unos a otros. Si se quisiera hacer un estudio en el que se tuviera en cuenta todos los sistemas numéricos, habría que considerar el infinito para no dejar a nadie fuera. Así, en lo referente a la apoteosis, por ejemplo, desde una cosmovisión atea, se podría afirmar que cuanto más se engrandece a «Dios», menos endiosamiento alcanza el sujeto porque se empequeñece más a sí mismo, se deja someter y su autorrealización será menor. Desde una cosmovisión teísta, al contrario, se podría decir que, el sujeto solo puede endiosarse dejando que «Dios» habite en él y así llegar al colmo de su autorrealización.

Desde cualquier cosmovisión, la apoteosis es don y tarea. La persona se la apropia en sí al autorrealizarse, pero la apoteosis como el culmen, es un regalo del “nosotros”.

Una persona puede adquirir cualidades o poder, puede construirse del modo más sublime o puede integrarse con el grado sumo de conciencia, pero la deificación se la dan en el “nosotros”.

Desde una perspectiva creyente, las cosmovisiones amplían el “nosotros” con Dios y el sujeto recibe la divinización del mismo Dios, si el sujeto está dispuesto a recibirla, ya sea mediante la elevación de la conciencia o la entrega de sí a Dios y a los demás por Dios. Para las religiones abrahámicas, la apoteosis atea es una herejía. Precisamente, el primer pecado considerado por estas religiones monoteístas, fue el de Adán y Eva, quienes aceptaron la propuesta de la serpiente: “seréis como dioses”.

Sin embargo, consideran las religiones cristianas que el ser humano se hace Dios si se deja inundar por la Gracia de Dios o Jaris, en Espíritu Santo, El mismo Dios que habita en el sujeto y se hace uno con él. A esto, los cristianos le llaman théisis, que tiene la misma raíz que apo-théosis, donde la diferencia radica que la apoteosis pagana es sacar a un sujeto de la Humanidad haciéndolo dios, y la teosis es meterse en Dios en la Humanidad.  Así lo dice San Atanasio: «Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios». (La Paz Rojas, 1991).

Un sujeto se hace héroe por sus bellas acciones, se hace un ídolo o una estrella por tu talento fascinante, se hace maestro por su sabiduría, su inspiración, su autoridad moral, su liderazgo, pero es en el “nosotros” donde se da la apoteosis que se expresa de forma cultural con monumentos, medallas, galardones, trofeos, certificados, reconocimientos, ceremonias, rituales, aplausos, likes o cualquier manifestación de aprobación…Si en el “nosotros” troncal de un sujeto, el tú no se pronuncia ante un logro, ante un cambio de peinado, ante una decisión tomada, podría dañar; es un robo de la dignidad buscada. De aquí la importancia de ayudar a los educandos a saber elegir su nosotros-troncal y que sea apoteósico, pero auténtico, no adulador.

La actitud apoteósica se manifiesta como adoración y celebración, donde uno da todo, porque no tiene sentido reservarse nada. La adoración es la acción de vincularse con lo divino o lo divinizado (idolatrado o ideologizado); un deportista, una actriz, un cantante, un revolucionario, un visionario, un maestro, un líder, la pareja, los hijos, los padres, un amigo, un perro, una marca, un producto, un estilo de vida, una teoría, un modo de relacionarse, una moda, a una deidad, a sí mismo (narcisismo)…

Y las celebraciones son la fiesta donde se alegra el amor. Decía Nietzsche: «no es muestra de habilidad organizar una fiesta, sino el dar con aquellos que puedan alegrarse en ella». Las auténticas fiestas requieren de un nosotros-maduro.

Sea como fuere la cosmovisión del «yo», el “tú” endiosa, pero es la propia conciencia la que le está llamando a ser “dios” y si no se encuentra en el camino de la apoteosis, siente una especie de vacío interior, como que algo no va bien. No termina de vivir colmado; ni cuándo prospera con actividades exitosas, ni en una situación general de bienestar, ni en una actitud vital de servicio a los demás, nada colma.

Ser “divino” es ser muy excelente, extraordinariamente primoroso (RAE, 2019), pero según sea la cosmovisión y el enfoque de la persona que lo considere, será muy diferente la aprehensión que tendrá de esa máxima excelencia, pero todas deberán tener como rasgo fundamental la humildad.

Ser muy excelente, extremadamente primoroso no es el fin último que le hace notar el egocentrismo al sujeto. El egocentrismo no se mueve por humildad, sino que despierta la vanidad, la soberbia y las fantasías. También puede el egocentrismo mover a lo contrario, a no considerar este grado sumo de excelencia, pues sería contraria a la modestia y ser un arrogante no le haría tan excelente.

Efectivamente, vista la apoteosis desde el egocentrismo es arrogancia. Los griegos lo llamaban hibris, que significa desmesura, insolencia, desfachatez, vanidad, actitud de violencia de los poderosos hacia los débiles o considerarse igual o superior a los dioses. Supone que el propio sujeto se da la apoteosis a sí mismo. Toynbee (1961) utiliza el concepto de hibris para explicar una posible causa del colapso de las civilizaciones. Hibris sería el colmo del egocentrismo (que alimenta «falsos-nosotros»), mientras que la zéosis sería el colmo del nosicentrismo (el «nosotros-maduro»).

La apoteosis sería la máxima autorrealización de un «yo» en el “nosotros” o la mejor realización de la Humanidad como “nosotros total”. Como máxima realización de sí mismo, dependiendo de cada cosmovisión y prioridades, podrían ser ejemplos: un ídolo de la música Pop, una estrella del mundo del espectáculo, un magnate que domine el mundo, un «crack” practicando un deporte, un héroe revolucionario o un santo… Y como “nosotros total”, cualquier comunidad podría tender con su educación a la apoteosis: el imperialismo, los nacionalismos, el capitalismo, el comunismo, el anarquismo, el fascismo, el globalismo, el pansexualismo, el cristianismo, el islamismo, el judaísmo, los brahmanismos…

Ilustración 1. Apoteosis como fin último de la vida. (Elaboración propia)

No todo el mundo quiere o está en disposición de llegar a la apoteosis. Cuando el motivo de no querer es la decisión del «yo» a renunciar a la mejor versión de sí mismo, se habla de que su actitud es conformista, mediocre o pusilánime[5]. Pero también puede suceder, que el sujeto, en conciencia, aspire a la mejor versión de sí mismo y no sienta esa llamada a lo sublime. Sin embargo, el problema no sea sentirse llamado a la apoteosis, sino que se está interpretando la apoteosis como lo que otros le han dicho que es lo apoteósico.

Lo apoteósico es que haga lo que haga el sujeto, lo hace con amor y serenidad: vive alegre y la plenitud de este deseo es la apoteosis. Así dicho, claro que todo sujeto se ve llamado a una vida apoteósica, pero para algunos esa forma sublime no es algo “especial”, sino que se vivencia en los pequeños detalles cotidianos, en las alegrías continuas de la vida. Vivir el presente sin destacar, con sencillez, disfrutando de cada instante con amor. Sin duda, eso es apoteósico.

Sea lo que sea que se haga, se aspira a la apoteosis cuando se vive con grandeza de ánimo. En particular, las personas con sobreexcitabilidad no son capaces de conformarse con menos sin que eso suponga un gran sufrimiento, frustración o vacío.

A lo largo de la historia, esto se ha manifiesta en multitud de sujetos de muy diversas formas, en todos los tiempos y lugares. Desde todas las cosmovisiones, ha habido individuos que han aspirado a ese deseo de “dios”, como proyección de lo que el «yo» quiere ser o dónde quiere estar. La persona mediocre o pusilánime, se conforma con menos[6], mientras que el sujeto magnánimo aspira a conformarse con “dios”.

Cuando la persona se debilita en su magnanimidad entra en la acedia, que es una especie de atrofia del deseo de autorrealización. El sujeto ya no encuentra gozo en lo apoteósico, ya no está entusiasmado con su deificación en conciencia, le aburre, le desagrada, le pesa y busca cualquier otra cosa que le aleje de ese deseo de dios. No es un conformarse con menos como le ocurre al pusilánime, sino que renuncia a la apoteosis en conciencia y se niega a amar.

La educación apoteósica consiste en ayudar a descubrir o redescubrir, en conciencia, el sabor de las auténticas alegrías de la vida. Las falsas alegrías, después de una satisfacción inicial, terminan por decepcionar. Defraudan las expectativas que habían despertado y dejan detrás de sí, amargura, insatisfacción o una sensación de vacío. Esta vivencia lleva a muchos sujetos a aprender que no pueden aspirar a sus máximos anhelos y les conviene conformarse con menos. A esto se le ha llamado impotencia aprendida.

Todo ser humano es débil y su desarrollo no es “blanco” o “negro”, sino que todo individuo deberá, constantemente, comenzar y recomenzar en el camino hacia su autorrealización, pero ya esa actitud resulta apoteósica y aporta entusiasmo.

Se podría decir que la apoteosis es lo máximo a lo que puede aspirar cualquier realidad humana: lo cotidiano, la educación, el “nosotros”, la sociedad, la familia, el cuerpo, la mente, la apertura (el espíritu), la conciencia, la historia, la economía, la tecnología…

La apoteosis es la vivencia de la originalidad a la que tiende el sujeto en conciencia, si no se autolimita en su libertad.

Según su cosmovisión, cada cual la llamará de un modo y la buscará a su manera, pero lo que hay detrás es esa tendencia radical.

Para el hedónico (que da prioridad al deseo de placer), lo apoteósico será aprender a disfrutar de cada instante. Para el autárquico (que da prioridad al deseo de poder) apoteósico será tener el poder en el “nosotros”. Para el trascendente (que da prioridad al deseo de sentido), servir con alegría. Para el enfoque original, (que da prioridad al deseo original que armoniza los tres deseos anteriores) disfrutar de cada instante con poder para servir con alegría.

Desde las cosmovisiones mecanicistas de la modernidad, lo apoteósico adquisicionista sería la de adquirir las cualidades de Dios y tener un paraíso sostenible en la Tierra. La constructivista sería la construcción de sí mismo y su «nosotros». Un ejemplo mecanicista es el transhumanismo, una aproximación a la deificación como utopías de inmortalidad, poder absoluto, felicidad permanente y control total. Este ideal se apoya en mejoras reales: a) en la salud y en la esperanza de vida; b) en la creación de artefactos que amplían las capacidades físicas e intelectuales del sujeto; c) en formas de disminuir el dolor y controlar los estados de padecimiento, d) y en fórmulas que permiten al sujeto mayor control de sus estados mentales (Huxley, 2015).

Los animales no se plantean utopías ni tienden a la apoteosis. Los humanos en su apertura (espíritu), tratando de dar respuesta a sus tendencias en conciencia, hacen representaciones imaginarias de sociedades ideales, y para el “nosotros”, establecen planes, proyectos, doctrinas o sistemas deseables, que transmiten en la educación invitando a las nuevas generaciones a que sincronicen sus conciencias con el plan comunitario. A estos planteamientos operativos y sistemáticos de construcción de un mundo apoteósico, se les llama ideologías[7].

Para el integracionista (con una visión holística de la vida) la apoteosis sería ser dios mismo, es decir, que Dios y el sujeto se identifican; no es que haya unidad, sino que son “Uno”, y el “Uno” es “Todo”. Y “Todo” es Dios, todo es Energía, Plenitud, Amor… Desde la mentalidad integracionista, se busca la apoteosis elevando el nivel de conciencia para saberse Dios; alcanzar la “conciencia planetaria” (Morin, 2008).

La intención del educador es lograr que el educando se integre en la Plenitud, y la manera de hacerlo es “despertando su conciencia” para que el educando acceda a un nivel de conciencia superior que le disponga a una intuición más plena del todo (Steiner, 2000). “Integrarse en el todo” no significa mezclarlo todo, no es ser ecléctico, sino caer en la cuenta de la relación sistémica de todo, aquí y ahora, en el instante presente con atención plena o mindfulness, no sólo sin perder de vista su complejidad (Morin, 2008), sino afrontando con actitud serena y transformadora (Kabat-Zinn, 2013).

Para el habitacionismo, lo apoteósico es igualmente, ser uno con Dios, pero sin dejar de ser sí mismo. Dios y el sujeto no son Uno, sino que son un “Nosotros”, son “Unidad”. Dios está en todo y todo está en Dios, pero Dios y su creación son diferenciables, aunque inseparables. Toda la creación habita en Dios y Dios habita en su creación, pero sin confusión. Para las mentalidades habitacionistas, la apoteosis es una comunión personal con Dios, una vivencia personal y profunda del “nosotros-original”. En esa unidad de lo finito y lo infinita, el sujeto debe querer ser uno, pero lo prioritario es la acción de Dios. Así, desde la educación habitativa, lo más importante no es lo que hace el educador, ni el propio educando en sí mismo, sino que Dios es el educador principal, pero si el educando quiere (Stein, 2007; De Rus, 2008).

Dice Pestalozzi (1801, p.8): “los hombres no saben lo que Dios hace por ellos: no le dan ninguna importancia a la influencia de la naturaleza en la educación: se jactan de todas las insignificancias que añaden a esta acción omnipotente, como si todo dependiese de su habilidad. Y yo mismo me di cuenta de ello cuando quería atribuirme la dirección de un automóvil que, cargado, avanzaba por su propio impulso”.

Y Montessori (1939) dice al respecto: “el verdadero respeto presupone el reconocimiento de un ideal que Dios quiere materializar en el niño. Pero existe un ideal no solo en la naturaleza sino también en la sobrenaturaleza. Y así como la educación de la vida física y psíquica no es más que la colaboración con las fuerzas naturales de desarrollo, también la educación sobrenatural no es otra cosa que la colaboración con la gracia de Dios, el auténtico impulso de desarrollo de la vida divina. Llenos de respeto por la obra de la gracia divina en el niño, debemos intentar siempre orientar al niño para que pueda recibir plenamente la influencia de la fuerza formativa de la gracia de Dios” (p.128).

La maduración lleva al sujeto a tender a la apoteosis de forma nosicéntrica, mientras que los sujetos inmaduros, lo hacen de forma egocéntrica: sin aceptar la colaboración de manera auténtica, sin humildad, sin amor maduro, ni obediencia a la propia conciencia, sino basándose en su vanidad, el conformismo o la autosuficiencia. Desde todas las cosmovisiones se puede aspirar a una apoteosis nosicéntrica, en conciencia o a una apoteosis egocéntrica (hibris).

Dentro de las cosmovisiones mecanicistas, se podría decir que la adquisicionista, se orienta a una apoteosis cultural basada en la moralidad, mientras que la constructivista avanza hacia una apoteosis contracultural y transgresora de las tradiciones morales. Desde el adquisicionismo, el sujeto recibe la apoteosis cuando se hace digno representante del ideal de la comunidad, lo que supone una tendencia social conservadora. Desde el constructivismo, uno recibe la apoteosis con el progreso de su identidad y la deconstrucción de la civilización, lo que supone una tendencia social progresista.

Dentro de las cosmovisiones organicistas, se podría decir que el integracionismo es una apoteosis multicultural, en la que todas las culturas y moralidades están llamadas al Uno y la armonía cósmica. La apoteosis se alcanzaría por la identificación con el Todo. La cosmovisión habitacionista es una apoteosis intercultural, todas las culturas son diferentes, pero tienden a convivir, las moralidades son diversas, pero deben cohabitar en la Verdad. La apoteosis está en la entrega de sí mismo para ser uno con Dios y con el mundo. Ser Uno con Dios, pero no ser Dios en esencia, Dios que habita en el sujeto y el sujeto habita en Dios formando el más original e infinito de los nosotros posibles, y así con todos los sujetos que quieran, que, a su vez, en Dios habitan unidos, formando un único nosotros. Para el sujeto habitacionista no teísta, la vivencia sería similar a la integracionista, pero en lugar de formar un Uno, se forma una Unidad, en la que se siguen reconociendo las diferencias que habitan unas en otras, formando un todo orgánico.

Desde la Pedagogía del nosotros[8], es interesante considerar que al sujeto se le invita a la apoteosis de sí desde una determinada cosmovisión, pero eso no significa que esté atado a esa cosmovisión y menos aún, que un educador pueda originar la apoteosis en un educando. Si la educación es sensible, ya sea conservadora, progresista, cósmico, humanista o teocéntrica, el sujeto podrá autoconocerse en conciencia y desplegarse hasta la apoteosis en el nosotros-maduro, lo que supone libertad.


[1] Se puede tener la impresión de que las pedagogías contemporáneas, al menos las más mediáticas, están más interesadas en “cómo educar”, que en “por qué y para qué educar”. Dijo Nietzsche: «Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo». Si prevalece el pragmatismo de los resultados, podría desestimarse el interés por el pensamiento profundo: “déjate de filosofías y vamos a lo concreto”. Pero el problema puede surgir cuando, por no considerar las últimas consecuencias, se hace violencia a la realidad al tratar de afrontar “lo concreto” con falta de fundamento. Un ejemplo de pragmatismo poco práctico: un equipo tiene un partido de fútbol y un jugador importante tiene un esguince. Solución pragmática, se le infiltra el tobillo y a jugar. Se sale del paso y así varios partidos hasta que, finalmente, el jugador se tiene que retirar del fútbol porque el tobillo ya no se le puede recuperar…Se ha abusado de una solución provisional y se ha hecho violencia a la realidad.

[2] Todas las acepciones de apoteosis que aparecen en la RAE (2019) ayudan a comprender este punto: 1) Ensalzamiento de una persona con grandes honores o alabanzas; 2) Manifestación de gran entusiasmo en algún momento de una celebración o acto colectivo. 3) En el mundo clásico, concesión de la dignidad de dioses a los héroes. 4) Teatro. En una revista musical o en un espectáculo similar, escena culminante con que concluye la función y en la que participa todo el elenco.

[3] Recuérdese que la dignidad objetual es igual para todos por ser persona, mientras que la dignidad subjetual es la que cada uno se labra con sus obras.

[4] Por falta de conocimiento o simplificación, se podría pensar que la apoteosis desde el integracionismo es individual, basado en procedimientos mentales como el yoga, zen, ram, om, so-jam, etc. Pero no es así exactamente, precisamente, lo que se busca es apertura y receptividad que da paz, armonía y un sentimiento de amor hacia lo otro. El Satori es nosicéntrico.

[5] Pusilánime. Dicho de una persona: Falta de ánimo y valor para tomar decisiones o afrontar situaciones comprometidas.

[6] Conformarse con menos puede ser un modo de protección, porque aspirar a más de lo que se considera posible, podría significar frustración existencial, aunque llegar a lo pretendido y no colmarse genera vacío existencial (Frankl, 1993).

[7] La diferencia entre una utopía y una ideología es que la utopía es la visión de un determinado mundo mejor y cada una de las ideologías serían las maneras de llegar a ese mundo. En este sentido, una misma utopía puede albergar muchas ideologías y dentro de una misma ideología, pueden darse muchos senderos.

[8] Dando por hecho que la educación debe ser nosicéntrica y que la educación egocéntrica es un daño, sea cual sea la cosmovisión desde la que se ofrezca.

Las referencias se pueden consultar en el libro Fundamentos y conceptos básicos de la Educación

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