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Desintegración positiva
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by Luis Manuel Martínez Domínguez / febrero 10, 2022

¿Quién soy? ¿Y cómo lo manifiesto?

La gente no va preguntándose por la vida «¿quién soy?» , pero quien se encuentra en una situación de desintegración interior es una de las preguntas fundamentales que determinarán si finalmente esa desintegración es positiva o negativa. Con la desintegración positiva la respuesta a «¿quién soy?» aporta el cometido y…

La gente no va preguntándose por la vida «¿quién soy?» , pero quien se encuentra en una situación de desintegración interior es una de las preguntas fundamentales que determinarán si finalmente esa desintegración es positiva o negativa.

Con la desintegración positiva la respuesta a «¿quién soy?» aporta el cometido y el lugar que a uno le es propio en este mundo. Quien no descubre quién es ciertamente no podrá madurar, no podrá ser su versión original y según sea la sensibilidad de la persona, esa vivencia será de daño más o menos intenso.

Hoy se multiplican los suicidios en adolescentes y esto está muy vinculado a la tragedia de habitar en una civilización oscura que no da luz para encontrar la propia identidad. Es común la educación constructivista-racionalista-voluntarista en la que se deja al joven solo en la inmensidad de su existir para que «elija» o «construya» su identidad a partir de lo que otros hacen y de lo que este va haciendo, pensando y sintiendo: «tú puedes ser lo que quieras ser», se les suele decir, pero el problema está en pensar que el «querer-yo» es algo de la mente y no: lo que todos queremos es desarrollar lo que somos; desplegar la propia originalidad.

«Poder ser lo que quieras» no es una optatividad, sino un deber: debo ser lo que quiero y lo que quiero es auténtico amor donal abierto por la libertad con la que somos dados a la existencia por el origen. En definitiva, la frase que colma de una felicidad llena de sentido y con la que se puede habitar en la auténtica identidad es: «tú puedes ser tu versión original, tu mejor versión, si quieres».

La identidad no se elige, no se construye de la nada, sino que se reconoce, se acepta y se construye desde el origen de quien soy y según sea de acertada mi construcción, la manifestación de mi identidad será más o menos habitable por el amor.

Nos identificamos con lo que hacemos, con lo que logramos, con lo que sentimos, con lo que pensamos pero lo que realmente nos identifica es lo que somos: «¿quién soy?» no es la misma pregunta que «¿quién siento que soy?» ni «¿quién pienso que soy?» ni ¿quién hago creer a los demás que soy? Una persona con poca sensibilidad tal vez pueda autoengañarse, pero las personas sobreexitables no se engañan fácilmente.

La identidad no es algo individual sino personal

Que sea algo personal significa que es co-existente. No podemos identificarnos con nosotros mismos en absoluto, sino que nos identificamos con el tú. Nuestra identidad es del «yo» pero también es del «nosotros», a qué pertenezco. La identidad está íntimamente relacionado con la pertenencia y es esto a lo que pertenezco que me altera (alter, lo otro) y formo con ello algo íntimo: me afecta, es la afectividad la que me da la respuesta de «¿quién soy? pero no puedo responder a «¿quién soy?» sin reconocer ¿quién me afecta, quién me altera, quién habita en mi intimidad?

Aquí estoy poniendo al foco de la identidad un marco diferente al habitual. La contestación a «¿quién soy?» no está en lo que tenemos, hacemos, sentimos o pensamos, sino quién quiso que fuéramos la Fuente que nos originó. Si no hay un Quién-Origen que nos haya originado por un querer, entonces nuestra identidad es la de pura casualidad, nuestra identidad es lo que Heidegger llama «ser-en-el-mundo» o lo que desde la filosofía oriental se llama «ichinen» , un sujeto que se fusiona con la energía cósmica, lo que nos lleva a no tener identidad propia, sino que nos apropiamos de una identidad pero como quien elige un disfraz en el carnaval de la vida.

Si acudimos a la cultura abrahámica, encontramos en el Génesis que la humanidad ha sido creada a imagen de Dios, y el núcleo de esa imagen es el amor. La identidad del origen es el amor y cada uno de nosotros somos en nuestra originalidad amor que se manifiesta de singular e irrepetible manera. El amor es del «yo» pero es dado y recibido por el «tú». Si nuestra identidad es amor, nuestra identidad es del «nosotros», y fundamentalmente, del «nosotros-original» que es ese Amor que me origina por amor para ser amor. Y el amor es solo posible en libertad.

Así, nuestra identidad es amor donal y libertad pero estas realidades solo pueden ser como donación y experiencia libre. Esta vivencia actual de lo que somos ocurre en nuestro acto de ser y esa es nuestra identidad: somos originalidad originada y originadora. Somos creados y creadores. Toda persona es un amor que se manifiesta en el tiempo dentro de un «yo» y un «nosotros».

Desde una vivencia empírica de esa originación se puede decir que nuestra identidad es la de ser hijos y la identidad de los originadores es la de ser padres. Así, nuestra maduración de creados y creadores es la llamada a la paternidad que se manifiesta en la creación original: ser-creador-en-el-mundo y un creador original. Esa identidad estoy llamado a vivirla y, mientras no la vida, mi identidad de solo hijo es inmadura, disfuncional en la adultez, vivencia de dolor intenso, frustración, vacío existencial. Soy creador de amor, por el amor en libertad y para la libertad.

Identidad contemplativa, activa y pasiva

La identidad se vivencia en tres dimensiones, el asombro de la belleza del ser, que siempre es un ser-con, un coser. La bondad de habitar en el Amor por mero don inmerecido, puro regalo (presenta). La identidad es presente. La identidad es vivencia de fe en lo que soy en el presente. El pasado es amor en el presente y el futuro es esperanza en el presente. Eso es lo que soy. El dolor que pueda tener, la soledad, el aburrimiento, el resentimiento, todo eso no es mi identidad sino la falta de reconocimiento y aceptación de mi identidad.

La identidad es activa, pues no solo nos asombramos, admiramos y reconocemos, sino que también amamos con autenticidad, «amamos a conciencia», «amamos de corazón», y amamos al «yo» y al «tú» en el «nosotros», y en el «nosotros» amamos a los demás «nosotros» con quienes formamos un solo «nosotros» con el Origen.

Pero esa unidad original no diluye nuestra identidad, no nos dispersa, no nos desintegra, sino que habitamos en la unidad y la unidad habita en cada uno de nosotros. Así la identidad es pasiva porque somos por el amor que nos altera y nos intima y sin ser capaz de contemplar ni de hacer por mis debilidades soy plenificado por el amor que se me da. Y cuanto más vacío me quedo, más amor introduce el Origen.

La desintegración positiva no consiste en hacer o en reconocer, sobre todo es dejarse hacer por el amor y así creamos nuestra identidad nueva, porque el amor hace nuevas todas las cosas. Así, cada uno somos novedad en el tiempo, todo lo que vivimos es nuevo y así lo identificamos cuando vivimos con originalidad, desde la autenticidad de nuestra propia identidad.

La presión ambiental nos despista y miramos hacia fuera para buscar nuestra identidad, cuando lo que soy está en mí. Queremos mostrar una imagen para ser amados, pues esa es nuestra identidad, pero nuestra sensibilidad adormecida no capta el amor infinito que nos sostiene. Tenemos hambre de aceptación y nos disfrazamos con una identidad ficticia.

La persona, en particular las sensibles, que han nacido en una familia disfuncional, en un nosotros con tendencias desordenadas de amor inmaduro, han llevado a que esos niños se pierdan en la selva del amor dañado. Y así crecemos, con esa identidad empírica «soy amor dañado, soy amor que daña y me siento culpable».

Los padres quieren a sus hijos pero si ese amor es inmaduro, no quieren a su hijo original, sino al hijo que les complazca a su amor inmaduro, a su amor dañado, necesitado. Y los hijos se hacen «complacedores de amantes inmaduros». Así se pueden vivir treinta o cuarenta años, complaciendo a unos y otros, pero llega un momento que la auténtica identidad desintegra a esa identidad complaciente, culpabilizada y necesitada de constante aceptación.

Entonces es cuando te planteas leer revistas como Third Factor. Uno descubre que por mucho que haga, por tan bueno como sea mi rendimiento nunca podré fabricarme una identidad que mejore a la auténtica que reclama salir, expresarse, manifestarse con libertad y amor maduro.

Nuestra identidad no está en los resultados, en los logros, en las complacencias, en dejar bien a nuestros seres queridos, no está en lo que llaman «tener éxito», ni en ser influyente, popular, guapo, ni en ser hombre o mujer, blanco o negro, médico o maestro.

A muchos jóvenes se les dice que tienen que ser «alguien en la vida», incluso los hay que reciben el mensaje de que al menos tienes que «ser algo», pero nada más lejos de nuestra identidad. Se nos alaba y premia si nos ajustamos a las categorías de amor cultural de nuestro ambiente y se nos reprende o castiga si nuestro amor no se ajusta a los estándares o mostramos un bajo rendimiento.

La educación categorial nos engaña en la identidad

No importa cuales sean las categorías empleadas, pero la educación hoy es categorial: ideológica de allí o de aquí, religiosa o atea, todos caen en la educación categorial. El niño debe ajustarse a unas categorías de bien, de belleza, de corrección, de justicia, de ciudadanía, de amor, de libertad y, poco a poco, se va creyendo la falsedad de que «soy lo que hago», «soy lo que otros dicen que soy», «soy lo que tengo», «soy lo que pienso», «soy lo que siento». Sin embargo la identidad original no depende del éxito, ni del fracaso, ni del bienestar, ni el malestar.

La educación categorial no llega a la identidad original de la persona, sino que invita a la persona a que se identifique con las categorías correctas para ser aceptado, valioso, amado. Pero la realidad, más allá de las categorías es sensible y la educación sensible nos lleva a que cada cual sea capaz de encarnar las categorías con originalidad, sabiendo que no dependo de las categorías, sino que las categorías son modos de ser que me permitirán de mejor o peor modo mostrar «quién soy» con autenticidad y felicidad llena de sentido, a pesar de los pesares.

Expresión auténtica de la identidad por la educación sensible

Ser originados por el Origen que es por amor y somos originados como amor por amor, es el regalo apoteósico de la existencia, la experiencia más profunda de la persona que solo se vive como «presente».

Esto se puede categorizar pero no se puede manifestar por una educación categorial sino sensible que permite a la persona conectar con su origen y los demás «nosotros» que a fin de cuentas es conectar consigo mismo.

La educación sensible no es educación perfecta, sino educación auténtica. No tiene como contenido la identidad intacta sino la identidad herida por el impacto con el mundo herido. Todos somos receptores, participantes y herederos de este ambiente de fractura. La educación sensible nos invita a agradecer el «presente» pero a la vez nos motiva para afrontar las heridas interiores que nos han producido los «nosotros» más o menos golpeados en donde nacimos.

Nuestra identidad no son los golpes y fracturas, y para descubrir nuestra propia identidad conviene adentrarse en la soledad. Decía Nowmen «En la soledad descubrimos que nuestra vida no es una posesión que hay que defender, sino un don que hay que compartir»¹⁰.

Montessori, clara representante de la educación sensible, proponía el silencio en su didáctica, no como «pedagogía del orden», «disciplina» o «amaestramiento» del niño, sino que para Montessori el silencio era una experiencia espiritual elevada, no una cesación, no un menos, sino un más de actividad y de atención a partir de la cual, el niño puede captar con su sensibilidad interior que es amado de forma original y exclusiva. Y ese amor, se manifiesta por su expresión libre de amor bello.

El niño, el adulto, aprende que es amado por sí mismo y que no tiene que hacer nada para alcanzar tan inmerecido don. No hay ningún mérito por nuestra parte y, así, serenos y libres, lo único que tenemos son motivos para amar con originalidad.

Vivir la identidad es habitar el propio «hogar interior», cualquier otra identificación son refugios que no terminan de colmar la infinitud de nuestra identidad. Solo desde el «hogar interior» estaremos en condiciones de manifestar la propia originalidad sin perdernos en la imitación, en la competitividad: amor original, personal y transferible, eso es lo que somos.

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